Me encuentro acostado en posición fetal. Mi gato Akira está durmiendo entre mis piernas y la ventana frente a mi cara está entreabierta, dejando que el aire acaricie el arco de mi nariz, mis ojos y frente. Escribo esto porque en los últimos días no he dejado de soñar con ella; una chica que no importa qué deje o no de hacer, siempre me persigue. No importa que haya llegado a amar a otras mujeres, ella sigue ahí porque su figura rompió con el plano físico y dejó de representarla solamente a ella. No es su culpa.
Ella es esta muchacha centrada, tímida y amable con una fascinación natural por la vida, la naturaleza y las artes. La conocí por Internet mientras estudiaba la preparatoria, viendo fijamente los pixeles de sus fotografías y los caracteres de sus pensamientos. Hasta ese entonces, nunca me había sentido fascinado por alguien; pero, siempre estuve expectante ante el momento en el cual pudiera sentirme tan atraído a una chica que fantaseara con su figura en las noches solitarias, creara conversaciones ficticias con ella mientras caminaba y me hirviera la piel cada que tuviera nuevas noticias sobre ella.
Ella fue esa primera figura y llenó todas las expectativas que tenía sobre lo que debía ser mi interés romántico. Desde sus intereses, hasta su belleza occidental. Pelirroja, muy delgada, caderona, piernas largas, extremadamente blanca, mejillas rosadas, facciones finas y alrededor de 1.75 de estatura. Estornudaba como un gatito, se le hundía la nariz cada que sonreía y su mirada color miel era fija, fuerte y juzgativa cuando arqueaba sus cejas delgadas.
Era como una princesa de cuento, atrapada en su torre, y cada que se acercaba a platicar, sentía un pequeño indicio de petrificación. Tan bella que solía ser intimidante. Luché contra mi pánico y logré gestar una relación íntima con ella, aunque al inicio solo fuera virtual. Hablábamos de cine, animación y rock-progresivo. Le gustaba Wes Anderson, Björk y Steven Wilson. Me introdujo a Sufjan Stevens y después nos conocimos. Salió de su hogar por primera vez en años y nos vimos para pasear todo el día por Coyoacán.
Su tío nos siguió, a lo lejos, pero en ese paseo logré descubrir quién era. –Mira Oscar, es hermoso, es la hora azul-, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja, mientras señalaba al cielo y me mostraba cómo la gran cúpula sobre nosotros se pintaba de tal forma que parecíamos estar atrapados dentro de una canica. Un color puro, un azul fuerte, pero brillante, que se convirtió en mi color favorito.
No me había dado cuenta de que existía tal cosa, un fenómeno que sucede todos los días alrededor de las 19:00.hrs de la Ciudad de México y nunca me había fijado en ello. Ella vivía encerrada, en las afueras de la ciudad. Yo me la pasaba caminando sobre sus calles, pero, contrario a ella, ignoraba esta y muchas otras bellezas del lugar en el cual residía. Sus ojos fueron refrescantes, una mirada nueva y más cálida a la vida.
Como decía, es una chica centrada, pero no centrada como yo, en sus objetivos y esperanzas a futuro. Por el contrario, ella decidió centrarse en la belleza de su alrededor y en las cosas pequeñas que le traen paz y felicidad. Mucho más brillante e inteligente que yo, su mirada curiosa empezó a despertar lo mismo en mí. Primero hacia ella y su extravagante forma de ser, somnolienta, una bailarina que convirtió la ciudad en su pista y que no entendía la razón detrás de una gran baraja de reglas sociales, para después redirigir esa fascinación hacia todo aquello a lo cual ella observaba. Gente sentada en el metro, dulces, árboles, el pasto, juguetes, fuentes, estatuas, puentes, edificios, taxistas, videojuegos, labiales e incluso mi persona.
Por aquellos años, ella se me quedaba viendo por minutos enteros, sin que le dijera algo. La acariciaba cuando lo hacía, de la mejilla hacia arriba, al centro de su cabeza, y después para abajo, recorriendo todos sus cabellos con mi mano, cosquilleándome entre los dedos. Olía a chicle de fresa y quería fusionarme con ella cada que me abrazaba y colocaba su cabeza sobre mi hombro. Quería que fuera parte de mí y lo es, en cierto sentido.
Para ella, yo era la persona más compleja que había conocido… y también su primer beso. Me lo dio en su escondite, detrás de una isla del Metro Coyoacán, en donde primero me preguntó si no tenía problema en contagiarme de gripe y después se sentó sobre mis piernas para acariciarme la lengua. -¿Así?-, me preguntó, mientras yo le decía que fuera más despacio.
En mi cabeza sonaba ‘Viðrar vel til loftárása’ de Sigur Rós, una canción sobre dos niños que descubren su sexualidad. La escuché durante toda la semana, rememorando aquellas descargas eléctricas de su interior. Lamer su boca era parecido a lamer una pila de botón y a mí me encantaba hacerlo, por lo menos cuando era un niño.
Cada vez nuestra imagen se tornó más romántica y madura, de escondernos en el metro, a sostenerla debajo de la lluvia, afuera de un foro, antes de entrar a su hogar, y debajo de sus sábanas. No estaba interesada en pretender ser algo que no era. Era dulce, me preguntaba si lo hacía bien y me acariciaba con leves risas nerviosas, risas que daba por cualquier tipo de contacto físico, incluso si le sostenía la mano cuando caminábamos. Estaba emocionada y yo me sentía emocionado de que lo estuviera al estar conmigo, pero luego despierto.