Hablar de Mad Max: Fury Road será probablemente una de las cosas más sencillas que he hecho a lo largo de mi estancia en Poolp. ¿El motivo? Fácil: Es una película concebida para patear traseros. Sencillamente estamos ante un orgasmo audiovisual de 120 minutos.
Todos aquellos que han apaleado las cintas de acción de los últimos años encontrarán por fin un refugio. Exponentes tan disfrutables del género se han dado contados en la última década (Dredd, The Raid, John Wick y paremos la lista). Y sin embargo, Mad Max aparece como el desquiciado exponente rebelde y punk que tanta falta le hacía al mundo.
Estamos ante una de las cintas más estilizadas en mucho tiempo. La cantidad de elementos visuales que bombardean al espectador durante cada minuto de metraje resultan abrumadoras, y son parte esencial de la grandiosa experiencia que representa el regreso de George Miller.
Todos los escenarios, las coreografías, los automóviles y las persecuciones son de antología. Lo que más sorprende es la utilización mínima de CGI. Tenemos acción artesanal, a la antigua y hecha con total amor, en un mar de stunt doubles arriesgando su vida en acrobacias y piruetas ridículamente complejas para el entretenimiento de la audiencia. Completa perfectamente una frenética edición, que no permite respiro alguno entre la arena, el fuego y los motores.
Los personajes son entrañables, y sus caracterizaciones son, y no bromeo aquí, dignos de nominaciones al Óscar AL MENOS para los departamentos de maquillaje y vestuario. Ayuda muchísimo el carisma natural que despide cada uno de ellos, hasta el último de los extras se mete en la piel de su alter ego para plasmar lo demencial de este mundo post apocalíptico. Por supuesto, Tom Hardy, Charlize Theron y un sorprendente Nicholas Hoult respiran vida a la película en todo momento, cada uno con una personalidad definida, pero todos en una carrera por salvar sus vidas.
A Mad Max le acompaña una banda sonora épica a cargo de Junkie XL. Futurista y al mismo tiempo clásica, sólo puede describirse como montar dragones cibernéticos en el medio de la explosión de un volcán mientras un concierto de Iron Maiden toma lugar en los cielos.
Y por supuesto, la total anarquía en pantalla permite que tengamos momentos en que todos los elementos se conjugan en secuencias enteras de bizarra satisfacción.
El problema que se puede señalar es la carencia de un argumento profundo, y la previsibilidad del guión. Sin embargo, seamos muy honestos: uno no puede entrar a un cine para ver algo llamado Mad Max y esperar la complejidad argumental de Macbeth.
Por una vez en la vida, se trata de sentarse, abrocharse el cinturón, y dejarse llevar en un infernal paseo por el fin del mundo, mientras un sujeto atado con resortes toca riffs de heavy metal con una guitarra doble que escupe fuego a bordo de un camión a toda velocidad. Y eso, y mucho más, es lo que Miller nos ofrece.