Digamos que siempre lo has tenido todo. Tu familia lleva siete generaciones prosperando. Tus padres siguieron su vocación. Habitas una residencia rodeada de paraísos. Eres adepto a soñar. Planeas, dibujas, cantas, juegas, lloras y corres. Sientes plenitud. Un atardecer cualquiera te percatas de la presencia de un desconocido frente a tu casa.
Parado al borde de la banqueta, observa alrededor, ofuscado. Sales a preguntar si está perdido. Es muy diferente a ti. Desconoces su lenguaje y la tez de su piel dista de la tuya. Sus ojos se mecen nublados. Ofrece la mano y una mueca de alegría exhausta. Alzas los hombros. Descifrarás mediante pantomimas que tiene hambre y brinda sus servicios. Sabe podar, pintar, construir muebles, reparar tuberías o aparatos eléctricos y lo último no lo entiendes, pero bien puede ser desactivar una bomba o enseñar taekwando.
Escamoteas comida enlatada y una botella de jugo. No la acepta a menos que lo dejes cortar los arbustos. Vuelves a la casa. No sabes si contarle a tus padres lo ocurrido. Resulta inevitable porque la noche siguiente el desconocido vuelve con mangueras e instrumentos y embellece el patio frontal. Tus progenitores te regañan: “cómo pudiste darle permiso a un extraño para que hiciera y deshiciera dentro de nuestra propiedad”, “si le regalas algo siempre va a querer más, como un parásito”. No puedes defenderte porque te anonadan las palabras esgrimidas. Invasor. No puedes confiar en cualquiera.
Te da insomnio. El desconocido ahora yace en la cochera, chiflando para llamarte. Tratas de ahuyentarlo como a los perros. Pero ahora trae a su hijo. Un muchacho bien parecido. De tu edad. Sales a rogarles para que desaparezcan. Se acerca tu vecina, averigua si fueron ellos quienes decoraron el jardín. Los contrata. Anota una cuota. La miran asintiendo jubilosos. No sabes que es el triple, el cuádruple, el quíntuple, el séxtuple de lo que les pagan de donde provienen.
La voz se corre en el vecindario. Es menos de un año cada hogar alberga ayudantes Desconocidos. Tus padres se tragaron la vergüenza y firmaron un contrato con los primeros foráneos. Laboran durante el día y al anochecer trotan hacia los autobuses rocosos que navegarán ciudad afuera en un ciclo nervioso. Te hiciste amigo del jardinero e hijo. Te enamoraste de su comida cuando te convidaron. Los acompañaste a sus rumbos. Te asombra que ahora se entienden. ¿Quién le enseñó a quién? Te presentan a otros Desconocidos. Te muestran fotos de sus lugares de origen.
En un abrir y cerrar de rencores, medio país declara que “la tribu de los Desconocidos, de los arrimados, de los colados, de los conquistadores silenciosos debe largarse”. Porque no pertenecen, porque cargan la maldad en los genes, porque arrebatan trabajos y nos seducen con su melancolía de arrabal. Entonces los negros se ponen de pie, los asiáticos se arman hasta los dientes y los Desconocidos del sur buscan consuelo en la espera y en el grito ahogado.
Lo que no saben los locos endiosados que reinan las presuntas naciones es que una nueva ola, una nueva horda viene en camino. Es un desfile de desesperanza esperanzada. Traspasa las trincheras invisibles que circundan los territorios. El mundo avizora masticando, la mitad protesta a su favor y la otra enciende antorchas y jura que mañana se desata el juicio final. Tú simplemente no entiendes. Abrazas las películas “La Jaula de Oro”, “Sin Nombre” y “Samba” que golpean más de lo que explican. Quisieras esparcir un virus que nos hinchara a todos de empatía.
Pero… quizá no es la… solución. Puede que no la haya.
Buscas a tus inconsolables Desconocidos.
Los conoces perfectamente.
(Parado al borde de la banqueta, observa alrededor, ofuscado. Sales a preguntar si está perdido. Es muy diferente a ti.)
¿Qué harás?