El día resplandecía a nuestro alrededor. Era una tarde soleada de primavera y la casa que fungía como la oficina de WARP lo daba a conocer con sus árboles, largos, de alrededor y las aves que siempre venían a visitarlos. Sin embargo, el calor no ofuscó el olor húmedo del aire, mismo que se sentía cada vez más presente mientras me acercaba a abrir la puerta, siempre terrosa del lugar. Ahí parados, del otro lado de la reja, se encontraban Christopher Owens, vocalista de la banda Girls, y el cantautor nacional Alaín Rayas. Estaban tocando el timbre como locos, desesperados por entrar. Me levanté, arrastrando los pies.
Aun no sabía por qué había aceptado esa entrevista. Reconocía el nombre, por aquí o por allá, lo había leído en publicaciones de música anglosajona y en varios listados de los -mejores álbumes-, -los mejores compositores-, pero nada más. Supongo que aun me sentía obligado a tener platicas con músicos que me sonaran… por lo menos un poquito. Doy gracias a Dios por haberme mandado a este hombre en aquel momento, puesto que nuestra conversación se transformó en la puerta de entrada a una de mis últimas obsesiones musicales y también en una de las pláticas más interesantes y representativas que haya tenido en mi trayecto en esta profesión. Un encuentro íntimo y de lo más vulnerable.
-Hola, me llamo Oscar-, le dije a Christopher mientras él entraba y observaba la casa a su alrededor. Encantando, mencionó que tenía mucho color. Una observación extraña que no pasé por alto, por lo que le pregunté a qué se refería. -En México todo parece más fuerte, todo tiene un mayor impacto. Pareciera que los colores de las flores, los árboles, te golpean-, declaró, al mismo tiempo que me halagaba por la playera que tenía puesta, una camisa pirata que compré en el último concierto de Suede.
El hombre, de cabello largo y pantalones de mezclilla rotos, olía a gasolina. Tampoco pude evitar notar que tenía, probablemente, las uñas más sucias que yo había visto en toda mi vida; negras y con manchas rojizas alrededor. Se notaba que sus dedos habían sangrado hace poco. No le presté demasiada atención, pero las chicas de la oficina se voltearon a ver horrorizadas, desde el primer momento.
Poco después averigüe en Twitter que había estado viviendo como un vagabundo por algunos meses en Nueva York. Alguien lo había encontrado, acostado en la silla de un parque, y le dio refugió por unos días… o por lo menos eso se rumoraba. No me sorprendería, pues caminaba como un zombie y su mirada, aunque curiosa, tenía algo apagado dentro de ella. Era como si no hubiera dormido por varios días y no pudiera disfrutar de nada, aunque quisiese retener toda la luz que tenía su alrededor.
Después descubrí, según avanzaba nuestra conversación, que tuvo una de las infancias más interesantes, pero complicadas, de las que yo he escuchado hablar. Un turista de la nostalgia que fue abandonado por su padre y utilizado por su madre, también un sobreviviente de una secta religiosa que logró liberarse de sus imposiciones con la música. Tras mantener oculta una copia de Mellon Collie and the Infinite Sadness (1995) de The Smashing Pumpkins por cinco años debajo de su cama, lo primero que hizo al salir de la secta con ayuda de su hermana fue escucharlo por primera vez, «fue como ver una película siendo ciego».
Esto me lo contó, entre lágrimas, poco después de que se sentara frente a mí y me enseñara su libreta de garabatos mientras Vidal acomodaba la cámara para empezar a grabar la entrevista. Un par de ideas para canciones, un boleto del concierto de una artista emergente y un dibujo de ella, de quien estaba completamente enamorado. -Ya estamos listos-, declaró el camarógrafo y entonces empezó la entrevista.